Las centrales fotovoltaicas producen
electricidad sin necesidad de turbinas ni generadores, utilizando la
propiedad que tienen ciertos materiales de generar una corriente de
electrones cuando incide sobre ellos una corriente de fotones.
La clave del funcionamiento de las células fotovoltaicas está en
la disposición en forma de sandwich de materiales dopados de diferente
forma, de manera que unos tengan exceso de electrones y otros, por el
contrario, "huecos" con déficit de electrones. Los fotones de la luz
solar portan una energía que arranca los electrones sobrantes de una
capa y los hace moverse en dirección a los "huecos" de la otra capa.
El resultado es la creación de flujo de electrones
excitados, y por lo tanto, un voltaje eléctrico. Este voltaje conseguido
es muy pequeño: por ejemplo, una iluminación con una potencia de 1 kW
por metro cuadrado genera apenas un voltaje de 0,5 voltios.
La solución consiste en conectar en serie gran número de
células: en el ejemplo anterior, conectando 36 células obtendremos una
tensión de 18 voltios. Conectando gran número de células, podremos
alcanzar el voltaje que deseemos.
En la práctica, muchas instalaciones fotovoltaicas son pequeñas y
se usan para propósitos específicos: por ejemplo, para apoyar el
suministro eléctrico de una casa, o para señalizaciones de carretera.
Pero también existen algunas grandes instalaciones más o menos
experimentales.
En España, la central fotovoltaica de Toledo tiene una
potencia de 1 MW: 1000 veces menos que una gran central térmica, pero es
una muestra de cómo está avanzando el uso de la energía fotovoltaica
comercial.
Numerosos laboratorios en todo el mundo trabajan para
conseguir células capaces de convertir la luz del sol en electricidad
con el mayor rendimiento posible. A medida que el rendimiento aumenta y
la fabricación de las células se abarata, la electricidad fotovoltaica
se hará cada vez más competitiva en comparación con las otras maneras de
producir electricidad.
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